
Todo es una ficción, Cuentos cortos, Vol. I

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Libro físico
Es una compilación de cuentos cortos, que presenta diferentes géneros, estilos de escritura y puntos de vista
Narrativa contemporánea
Información general
Formato: tapa blanda
Tamaño del libro: 15x21 cm.
Páginas: 170 pág.
Cubierta (portada y contraportada): con solapas, a color en Mate de 260 gr.
Interior: en b/n sin sangre, papel ahuesado de 80 gr.
Encuadernación: fresada
ISBN: 978-84-1189-617-7
Depósito legal: AL 1909-2023
Incluye un marcapáginas
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En estas páginas, los lectores serán transportados a mundos de fantasía donde los personajes se enfrentan a desafíos y situaciones inesperadas, justo como lo hacemos en la vida real.
Cada historia ofrece una oportunidad para reflexionar sobre temas importantes y explorar emociones que todos podemos relacionar.
Creo firmemente en el poder de la ficción para enseñarnos sobre nosotros mismos y el mundo que nos rodea.
A través de estas historias, podemos encontrar consuelo, inspiración y, a veces, incluso respuestas a nuestras propias preguntas.
La lectura de cuentos cortos de ficción puede ser una forma maravillosa de escapar de la rutina diaria y sumergirse en aventuras emocionantes y sorprendentes.
Además, nos permite expandir nuestra imaginación y desarrollar empatía al ponernos en los zapatos de personajes diversos y enfrentarnos a situaciones variadas.
Y recuerda, la ficción puede ser una puerta a un mundo de posibilidades infinitas.


La última novela
... El domingo, 17 de abril, a las 17:00 terminó las ciento diez páginas de su otro intento. Era una historia de un pintor fracasado, que mataba a sus modelos y les cortaba las orejas, pegándolas en la pared del sótano en su casa. Un día se enamoró de una modelo, que lo rechazó… Al final, también la mató a ella y se suicidó, escribiendo previamente unos versos de su amor platónico y explicando cómo de ignorante era la sociedad con un artista de su nivel, sin comprender obras de auténtico arte. La cabeza le echaba humos y los dedos le crujían. El estómago le dolía por no comer. Se ahogaba en el hedor de su entorno, por tener las ventanas cerradas desde hacía casi dos semanas. Se levantó y, al acercarse hasta la ventana, se paró, mirando a través. Se preguntó: «¿Y si la gente tampoco me entiende, como a este pintor?». Unos minutos de ferviente reflexión y sus manos, sin su control consciente, abrieron la ventana. El ozono, de la lluvia y la descarga eléctrica de los cielos, lo abrumó y casi se desmaya. Su corazón empezó a latir apresuradamente… Cogió grandes bocanadas de aire, como si fuese a terminar el oxígeno. El cielo estaba cubierto de vaporosas nubes grises con algunos agujeros negros, en las que se asomaban algunas tímidas estrellitas. Media hora respirando pensamientos frescos, aclararon su vista y pudo discernir algunas figuras deambulantes. A las 18:00, el sueño no lo abatía, estaba más sobrio que antes. Dio media vuelta y se adentró hasta la cocina, donde cogió un cubo metálico. Regresando hasta la ventana, de camino, cogió el tocho del último manuscrito de la novela sobre el pintor, y lo metió en el cubo y lo puso en el alféizar de la misma. Este, lleno de inocentes folios poseídos por palabras grandilocuentes, asfixiantes e insignificantes se ahogaba sin poder tragarlo todo, pero Max le ayudó. Sacó del bolsillo su mechero y, sacando la primera hoja, la prendió y la devolvió en su sitio. Ella murió sin contagiar a otras hojas, entonces, Max, ya con el humor más animado, sacó varias hojas y las encendió también y las colocó debajo. De este modo, poco a poco, ellas empezaron a gritar silenciosamente en agonía y el fuego, que bailaba con ligeros oreos de la cálida brizna, empezó a danzar con frenesí, llevando consigo a todas las demás hojas. Al final, la ventana de Max se convirtió en un faro para los errantes perros y vagabundas almas. Se alejó unos metros para contemplar la llamarada pasional, donde las palabras gritaban ahogándose en el propio dolor lírico. Unos minutos más tarde, se alejó de la ventana y se acomodó en el sofá. Sacó el cigarrillo de la manoseada cajita y lo encendió. Nuevas bocanadas de aire, que se desprendían sin prisa del pequeño tubito lleno de hierba seca, estaba cargado de alquitranes, cloruro de vinilo, polonio 210, benzopireno, benceno, formaldehido, uretano, monóxido de carbono, ácido clorhídrico, butano, metanol, amoníaco, disolventes, ácido sulfhídrico, cadmio, níquel, cromo, arsénico y algo más, pero eso era una nadería comparado con la humillación pública, profesional y personal, además, de la bancarrota total que sufría desde que los críticos literarios, dos precisamente —de una calidad dudosa—, se dignaron resumir su primer trabajo en unas escasas frases, que significaban algo más que el grito de un burro en celo. Total, aparte de que ningún crítico literario, más o menos notable, se había esforzado en leer más allá de la portada, además, las ventas de unas diez mil copias se habían estancado en la cantidad de cuatrocientas piezas vendidas, durante la primera semana de la presentación. Y ya pasaban casi dos años y el marcador había subido sólo hasta las mil quinientas piezas vendidas. Había sido un desastre. Y el segundo libro, hecho con cinco mil copias, había dado aún menos resultados. Hasta ese día, que ya habían pasado diez meses, se habían vendido cuatrocientas piezas. Ahora, con este libro, no es que se lo jugase todo, porque no tenía nada, sino que se ponía de manifiesto su vida entera, como un artista, si acaso algún día fue uno. Hoy, en esa oscuridad semitransparente y discreta, envuelto en el hálito del silencio y sumergido en la calima del humo del Marlboro, estaba mirando con placidez aquella llama que se menguaba con cada segundo y repasaba toda su vida. Estaba borracho del cansancio que llevaba desde hacía… los últimos cinco años. Había conseguido el piso, en el que ahora moraba, gracias a la muerte de su madre, que se lo dejó a él. Su padre, un reparador de coches testarudo, también había muerto en el sitio de su trabajo, desde donde jamás se atrevió a salir para probar algo diferente y que no le había dejado nada más que dos deudas: una, el préstamo del banco, y la segunda, otro préstamo, de otro banco. Su hermana, presumida e ignorante, como solía llamarla cuando estaba reflexionando a solas con su otro yo, no le ayudaba en nada… Ni siquiera se había molestado a apoyarlo en su primera derrota contra el público lector. Estar casada con este gordo cabrón y no ayudarlo en nada los mantenía sin comunicación desde hacía cinco años. Sus amigos… simplemente, no los tenía. Tampoco tenía relación sentimental alguna, por estar siempre obsesionado con ser un escritor famoso, como las niñas, que esperan a su príncipe azul de cuentos. Ahora era el momento de hacer algo fuerte… radical… significante… Dar un paso más allá de las reglas y todos los tabúes sociales que siempre lo detenían. Pero ¿qué? Su furtiva mirada se posó sobre los dígitos del reloj, que ya marcaban las 18:30. Miró perezosamente el cigarrillo entre sus dedos, o lo que quedaba de él, y, clavando sus irritados ojos en la máquina de escribir, se quedó congelado… pensando. El rugido del coche callejero lo sacó del estupor interior y, con un corto estremecimiento, como cuando tocas la corriente del mechero eléctrico, se sobresaltó y miró el reloj, que ya marcaba las 21:00. Tiró al suelo la muda y envejecida colilla y se puso en pie de un salto. Se acercó hasta la mesa y, con movimientos robóticos se acomodó en la silla. Con la espalda recta, permaneció mirando a la pared del otro lado de la habitación, como si estuviera haciendo mentalmente cálculos matemáticos. Un torbellino del viento irrumpió en la sala, poniéndole la piel de gallina por el frío. Recogió de una pasada toda su vida vivida y salió afuera, reuniéndose con las nubes pasajeras y hoscas. Una sonrisa se iluminó en la cara desgastada de Max y una corriente eléctrica dentro de su cabeza puso en marcha algunos engranajes oxidados y, con un ruido chirriante, se movieron las ruedas dentudas. Sus dedos empezaron a teclear al son de los pensamientos que aparecían al son del sonido de las teclas. «Te voy a matar», pronunció en silencio en su mente y siguió escribiendo la historia alucinante. El lunes, 18 de abril, diez horas más tarde, tenía las primeras cincuenta páginas de su nueva novela, inspirada en la historia verdadera que iba a ocurrir. Ahora sí que había pillado el tema interesante, que sí o sí engancharía a Antón… y al público también. Las 07:00 no podían hacer nada para cerrar sus párpados. Tampoco a las 11:00, ni a las 18:00, sólo a las 23:00 el agudo dolor de estómago lo arrancó de la mesa. Se comió unos bocadillos congelados, rancios, que tenía en la nevera desde hacía dos semanas, y prosiguió su escritura hasta las 03:00 de la madrugada, que fue cuando ya tuvo sus ciento cincuenta páginas completamente llenas de palabras conocidas, pero en distinto orden. Con una expresión contenta, como un niño, se levantó, se estiró a lo alto y bostezó. Recogió todas las hojas de la novela y las colocó en el centro de la habitación, en el suelo, poniendo encima dos gruesos libros de diccionario. Dio media vuelta y se adentró en el dormitorio, donde, sin desvestirse, se desplomó boca abajo y en cuestión de segundos se adentró en el mundo onírico. El martes, 19 de abril, Maxím se despertó con una sensación de cabeza-plomo. Le dolía cada parte de su flácido cuerpo. Su crisma palpitaba con más fuerza cuanto más alta la tenía. Con los ojos abiertos permaneció unos minutos tumbado, como un cuerpo muerto, pero el deber lo llamaba a gritos desde el salón. Se incorporó con dificultad y, agarrando su maciza cabeza, se levantó y, arrastrando los pies, se dirigió a la cocina. Abrió el frigorífico y en el anaquel más bajo la vio, el remedio para muchos males, hibernando tranquilamente desde hace meses. Sacó cuidadosamente una botella fría de vodka y, cogiendo un vaso, vertió ese líquido preciado, en algunos momentos, hasta llenar el vaso por la mitad. Levantó el vaso y, expulsando un poco el aire de sus pulmones, bebió todo el contenido. El agua ardiendo irrumpió en la garganta y, envolviendo toda la tráquea, se deslizó hacia el estómago, calentando todo el pecho, como si fuera una estufa. Una ligera sonrisa iluminó la cara de Max. Permaneció de pie un par de minutos, como si esperase hasta que el líquido se esparciera por todo el organismo y, con un movimiento ya conocido, vertió otro tanto y lo engulló, exhalando al final con un satisfactorio ¡AAAHHH!. Devolvió la botella a su sitio y se dirigió al salón con la expresión contenta y más animada. Ahí, en medio del salón, su borrador descansaba y absorbía toda la energía del ambiente. Max se acercó y lo recogió. Se acomodó en el sofá y empezó a releerlo. El reloj marcaba las 18:00. A las 20:00 ya estaba otra vez delante de la máquina mágica, escribiendo algunas correcciones, para terminar completamente la novela. A las 23:00 ya tenía todo preparado. ...